viernes, 24 de noviembre de 2017

DÍA 820: Temporal


Siento como si estuviera transitando por un viaje estacional de mi vida interior.

Con el Otoño me sentí desnuda y desprotegida, cayeron mis hojas inundando un suelo inestable que crujía a mis pies. Triste y descolorido. Desnutrido. Abandonado y silencioso. Lleno de paisajes con árboles a modo de lanzas, clavando en mis entrañas las ramas afiladas y secas del pasado, del presente y del futuro.

Al llegar el Invierno, todavía desnuda y perdida, sentí el frío aterrador de la verdad. Nieve que me golpeaba congelada sobre mi cabeza. El peso de lo no resuelto. Y yo, inmovil en medio de la nada, me dejaba ahogar por una avanlancha de sentimientos que descontrolados caían por la ladera de mi alma. Frío es el miedo a mirar hacia dentro. Fría la incertudumbre y el perdón.

Y cuando pensaba que moriría congelada con mis propios terrores y cargas, cuando menos lo esperaba, llegó la Primavera. Sutil su llamada alegre. Fue presentándose tímida y colorida. Deshaciendo la nieve de mi alma y de mis pies enterrados y sumisos a mi misma. Capaz de calmar y derretir sin prisa todo lo inanimado. Floreciendo desde dentro, desde lo más profundo y luminoso. Llegó para dar luz, esperanza y un poco de calor con sus tenues rayos de sol que, desde dentro, volvían a iluminar todo el paisaje. De dentro hacia fuera y no al revés.

El Verano llegó a su tiempo. Ni antes ni después. Llegó radiante y alegre. Ocioso y vibrante. Era pura alegría y sencillez. Lo simple de la vida. Una sonrisa infinita, regada de tormentas esporádicas, típicas del verano, pero con el poder suficiente como para secar el alma mojada. Sol interior. Baile. Celebración. VIDA.